Aquí estoy, vegetando sin salir de la ciudad. Las vacaciones tenemos que aprovecharlas de cualquier manera menos pensando en salir fuera de la ciudad.
Como siempre mis días (incluidas tardes y noches) con la mano ocupada por un vaso de algún brebaje de grados alcohólicos. Después de tantos años "arriba de la botella" es difícil bajarme, creo que es más complicado equilibrarme con los pies completamente en el suelo que sobre ella. Si antes era necesario algún interlocutor, ahora ya no es tan imprescindible, por el momento basta con mi estado personal de mínima intemperancia para dejar que todo fluya. Para qué caer en la borrachera absoluta, nunca tanto, simplemente es que un par de copas (las justas) son buena compañía para controlar el descontrol que algunas veces hace mal expresarnos.
Ciertamente unos pocos cocteles en mi sangre más que verlo como algo externo que ingiero es más bien aportar un poco más de lo que venía en mi ADN. Genéticamente estoy familiarizada con los grados alcohólicos, pero no por eso no me costó años controlar las emociones que generalmente se desbordan al ingerir más de lo justo. Muchas veces se exacerbaron las emociones, haciendo del grado etílico un papelón casi penoso (viéndolo ahora desde la distancia del tiempo) sobre todo de la maldita historia personal escondida y adolorida que se acumuló con rabia sin tener la forma exacta de dejarla salir para liberarme sin quedar con resaca.
Pero el tiempo ha pasado, (y aunque suene cursi y manoseado) las heridas de a poco se han ido curando y he ido saliendo de esas represiones escondidas en las más profundas capas de pena y odio. Todo este proceso en compañía de mi adictivo vaso lleno.
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